2 feb 2011

XXIX.

 120 minutos

Llevaba meses sin pisar un hospital. Podría haberlo hecho la primera semana de enero, pero 'el corazón tiene razones que la razón no entiende' y no acudí. Y a buen entendedor, pocas palabras bastan. Fue el pasado viernes cuando me vi en aquella sala de espera con el corazón en un puño. El familiar con el que esperé cinco minutos a que fuera atendido sigue ingresado pero, gracias a su forma física, no parece grave la cosa. La cuestión es que durante un par de horas permanecí en aquella sala de espera analizando a todo el que esperaba su turno. 

Desvié la mirada varias veces cuando me topaba con un anciano sin más compañía que su dolencia. Costaba observarle. Unos asientos a su derecha estaba aquel señor - unos 40 años, moreno, alto y con barriga cervecera -, que no dejó de quejarse durante dos horas de lo injusto que era que a él no le atendieran para ocuparse de los que llegaban mucho después que él. Lo curioso es que se refería a las personas que traían en ambulancia y que, debido a la velocidad con la que los médicos actuaban, podía saberse con facilidad que requerían especial atención. Nuestro pobre enfermo se quejaba de lo que le dolía el brazo izquierdo tras golpearse con lo que fuera que se cruzase en su camino. Comprensible, por otra parte, si siempre gastaba el mismo humor. A su lado, la que parecía su mujer, se iba contagiando de los lamentos del caballero y se encargaba de que todos los allí presentes nos enterásemos del tiempo que llevaban esperando, de lo ocupadas que eran sus vidas como para perder el tiempo de aquella manera y de la poca vergüenza que tenían los médicos al poner por delante a los que llegaban con un infarto que a él. ¡Habráse visto!

Me mantuve inmóvil un buen rato, esperando a que apareciera el doctor House y le rompiera el bastón en la cabeza, pero no fue así. Al final me levanté de mi asiento, me dispuse a dejar la sala de espera y, sin querer, se me cayó una lata de refresco en la camisa del quejica. Ay, ¡vaya infortunio!

No sé cuánto tiempo siguió esperando aquel anciano de mirada triste su turno, pero durante esos 120 minutos ni se quejó de su soledad, ni de las personas que habían sido atendidas hasta entonces, ni de lo malo que era aquel frío para sus huesos.


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