31 oct 2010

XXIII.

Walt Disney me despierta tocándome un brazo, con sus manos heladas, a las cinco de la mañana, y me pide que le resuma rapidito cómo está el mundo. Sé que es un sueño cuando me percato de que suena de fondo Under the sea interpretado por Montserrat Caballé y veo en el techo de mi habitación estalactitas de hielo que cambian de color. Me incorporo en la cama y, mientras Walt mira el muñeco de su factoría con el que todavía a veces duermo, le cuento que las cosas no pintan muy bien: los medios de comunicación publican lo que no daña a los poderosos, el socialismo se ha evaporado del país en el que vivo y hay idiotas de mi generación que todavía alaban al genocida Francisco Franco. El ser humano sigue muriéndose de hambre y matándose entre sí. La política es sinónimo de corrupción y alboroto. Obama no era un mesías y la religión - porque las jerarquías lo permiten - sigue siendo sinónimo de poder económico, discriminación y gilipollez. Le digo que creo más en Ariel que en el Papa, que, por cierto, nos visitará pronto a costa de tres millones de euros. La democracia parece utópica con bastante frecuencia y los derechos humanos siguen sin respetarse en todo el mundo.

Hablamos de redes sociales, de cómo poco a poco las caricias se han convertido en smileys y el primer 'te quiero' ya no se dice en una nota de clase que culmina en un beso dulce en el patio, sino que se envía por facebook mientras el que lo escribe ve un vídeo chorra en youtube. Los niños prefieren jugar a la Wii que leer un buen libro. Las personas lloran emocionadas en los museos ante lienzos con puntos rojos, mientras Las Meninas se plantean cortarse las venas y así volverse modernas. Se estrenan películas que obtienen éxito gracias a la publicidad mientras que no se promocionan verdaderas obras de arte cinematográficas. La industria musical perece, poco a poco, mientras mafias como la SGAE se forran.

Cada vez me voy poniendo más rojo del cabreo que me supone analizar el mundo en el que vivo, hasta que de repente, tras un largo silencio, comienza a sonar la espantosa It's a small world, me muero de miedo y me despierto. Cuando salgo de la cama el suelo está mojado, me tuerzo un tobillo y me acuerdo de toda la familia del maldito criopreservado. ¡Mira que irse sin secar el suelo!

Qué locura de historia, qué espanto de mundo.

Sunday Morning Birds

13 oct 2010

XXII.

Es otro día gris de 1942. Marlene moja la punta de sus zapatos negros en el pequeño charco del jardín, mientras dentro madre discute con la sirvienta. El ruido que se genera no es suficiente para que una niña de cuatro años deje de prestar atención a las ondas que nacen cada vez que roza el agua. El golpe en la pared ya es diferente; tras él, pisadas cada vez más cercanas. “Madre ha de marchar a Varsovia, Marlene. Lo hará por nuestro país. Defenderá a los buenos y acabará con los malos, como en los cuentos, pequeña”. Mientras madre hace la maleta, la pequeña llora y da patadas, como persuadiéndola del daño que –sin una niña tan pequeña saberlo- su madre hará al ingresar en las filas de las SS. Años después, Marlene sabrá que el destino de madre fue el campo de exterminio de Belzec. Allí acabará con la vida de miles de personas cuyo único delito será ser judío, polaco o gitano. Madre echará el cerrojo de las cámaras de gas donde perderán la vida cada día cientos de niños de la misma edad que su hija. Se sentirá orgullosa de hacerlo. Los golpeará, escupirá y pateará sin pensárselo dos veces. Heil Hitler! susurra con orgullo cuando sacan en grupo los cadáveres hasta las fosas comunes.

Es otro día gris del año 2010. El aire huele a cloacas cuando, en días como hoy, la lluvia inunda el cementerio. Las arrugas marcan la cara de Marlene, que observa cómo poco a poco se desdibuja la fecha de la muerte de madre, hace ya tres años. Sólo volvió a verla una vez, en una residencia de ancianos. Décadas después del fin de la guerra, Marlene descubrió cómo el odio persistía en la mirada de aquella señora que no reconocía. Dijo estar orgullosa de todas aquellas muertes; reconoció excitarse cuando, en aquella época, los veía a todos muertos tras ser gaseados; juró que tantas muertes estuvieron justificadas. Marlene, petrificada, se descubrió, segundos después de escucharla, vomitando en el baño. Las lágrimas que salían de sus ojos le impedían mirarse en el espejo. No quería verse tampoco. Supo que tendría que llevar la carga de ser hija de una asesina durante toda la vida. No volvió a verla más.

Ni aun tras su muerte ha podido perdonarla. Su corazón alberga un gran dolor por no haberla retenido aquella mañana de 1942, cuando la paz de sus ojos la abandonó para siempre, dejándola sola, convirtiéndose en un monstruo que prefirió luchar del lado del odio y la muerte, que ser una mujer íntegra y ver crecer a su hija. Si acaso en aquel encuentro se hubiera mostrado arrepentida de ser partícipe de aquel genocidio… pero no fue así. ¡Rabia! Marlene siente una rabia que le hiela el alma y que le empuja a acercarse cada mañana al cementerio, a buscar alguna respuesta con sentido que jamás, nadie, le dará.

Sunday Morning Birds

 
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