25 may 2010

XI.

Nunca me había pasado esto de cogerle cariño a unas zapatillas. Nos conocimos durante la navidad de 2008 en un centro comercial. No las elegí yo, mis padres acertaron por una vez en sus vidas decantándose por unas Converse negras de cuero: ellas. Si hubiera sabido todo lo que vivirían caminando conmigo habría empezado a llorar de alegría. La parte negativa es que a estas alturas las pobres empiezan a pedir una jubilación mientras que al dueño no le apetece deshacerse de ellas.

'¿Alguna vez te había pasado algo así?', le pregunté a mi mejor amiga segundos antes del concierto de The Baseballs, y ella me contestó que sí. Las suyas acabaron secuestradas por su madre y lanzadas al cubo de la basura. Las mías van por el mismo camino, pero me da bastante pena porque con ellas conocí Londres, Liverpool, Grecia y Croacia, con ellas volví a Venecia. Presenciaron el primer beso del chico del que vivo enamorado y las trataron mal en una gran cantidad de conciertos. Han viajado en avión, en barco, en metro, en tren, en autobús... Me han visto reír y también llorar. Noto que entre sus cordones se esconde la energía de todo este tiempo, de tantas experiencias.

Quiero obligarlas a seguir acompañándome.
Las he convertido en parte de mi piel, en mi amuleto.

Sunday Morning Birds.

11 may 2010

X.

El papel reflejaba el color rojo del cartel de la entrada. La tenía de una vez en mis manos. Esta vez su carta había tardado más de dos semanas en llegar. Cuando la abrí supe que sería la última, que Mario se había cansado de seguir luchando, de seguir soñando un futuro junto a mí. 'Laia, yo ya no sé si te quiero', decía. La lágrima que, sin darse cuenta, había derramado encima de su firma revelaba que mentía.

Un día yo fui su puta. Ahora su puta era la vida, que cobrándole noches en vela le había dado una lección llamada amor. Yo ya no quiero venderme. Yo ya no quiero el sudor de hombres sin nombre cubriéndome la piel. Yo sólo quiero a Mario.

Mario nunca la volvió a escribir.

Sunday Morning Birds.

2 may 2010

IX.

Supe que escribiría esta historia desde que la viví hace unas noches. Cenicienta ya había perdido el zapato cuando yo salía de la estación de metro de mi barrio. No había cenado, y a esas horas todas las tiendas de frutos secos ya estaban cerradas. Todas menos una. Una especial que hace un par de meses apareció de la nada, de un local que hacía tiempo que nadie alquilaba. Ahora, cuando me cruzo con ella por las mañanas me llama la atención ver a algunas niñas que salen de allí con esos helados que algunos hacíamos de pequeños metiendo un palo en los petit suisse y enfriando el invento en el congelador por unas horas. Qué recuerdos...

Esa noche podría haber dado cien pasos más y haber llegado a casa, pero el hambre y la curiosidad por ver quién trabajaba en ella – ¡y más esas horas! – me pudieron. Frené en seco y me fui acercando. Frente al mostrador había un chico discapacitado que observaba con ansiedad la televisión insonorizada comiendo uno de esos helados . Me dijo hola y le regalé una sonrisa.

'¿Qué quería?', me preguntó el vendedor. Era mayor y tenía una mirada especial. No sé muy bien cómo explicártelo, pero percibí un áurea muy diferente a la de la gente con la que uno se cruza todos los días. Se le notaba muy cansado, pero al mismo tiempo desprendía una fuerza con su voz bajita que le daba vida. Las arrugas de la piel de su rostro dibujaban un historial vital repleto de dificultades.

Le dije que quería un sándwich y se fue al fondo de la tienda a ver qué le quedaba. Fueron unos segundos, pero tuve tiempo suficiente para volver a sonreír al que yo suponía que sería su hijo y para darme cuenta de que lo que allí vendían eran comidas típicas de algún país latinoamericano.

Sólo me queda un vegetal, me dijo. Yo siempre he odiado el huevo, es probarlo y tener que levantarme para ir al baño a vomitar, pero esa vez extendí el brazo y se lo pagué sin dudarlo ni un momento. Percibí en su voz, leí en sus labios y noté en su gesto que quizá ese sándwich sería lo único que vendiese esa noche. Esa sería para él una madrugada más sin dormir, junto a aquel niño, con tal de darle una vida mejor. Cualquier cosa por él.

Salí de la tienda con los ojos mojados.

Sunday Morning Birds.

 
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